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Deuda Histórica | Artículo de Opinión por Juliana Noreña

Quiero iniciar este ejercicio reflexivo permitiéndome hacer la salvedad de que no es mi pretensión usurpar voces que, más que yo, conocen en primera persona las violencias instauradas en los códigos raciales de nuestra realidad nacional. Más bien, mi objetivo es invitar a quiénes se acercan a este espacio, a preguntarse sobre la normalización del racismo en el acontecer de la misma.

La diferenciación de razas como hecho científico no existe. Han quedado ya deslegitimadas todas aquellas teorías científicas que trataron de afirmar esto y, en cambio, cada vez es más demostrable lo similares que somos los seres humanos genéticamente. Existe una sola raza humana: Homo Sapiens. Ahora bien, esto no quiere decir que no existan las razas como construcción socio-cultural y que, además, no sea esta una de las más significativas de nuestra historia. Es decir, la creencia de que existen las razas ha sido definitoria en nuestra forma de relacionarnos históricamente. Así como la construcción socio-cultural del rol de la mujer en la sociedad. Al indagar a mi profesora de Antropología Social sobre la raíz de este constructo de las razas, nos habló de una sospecha en torno a un mecanismo de defensa primitivo a lo diferente. Quién no luce como yo, es peligroso. Eso tenía un poco de sentido cuando todavía estábamos aprendiendo a manipular el fuego y nos podía devorar un animal
diez veces más grande. En pleno siglo XXI, da vergüenza (y un poco de lástima) escuchar a la gente -más aún a quiénes tienen voz pública- referirse a una persona negra de forma peyorativa comparándole con un gorila. Entre muchísimos otros actos incluso más crueles y hostiles.

Aterrizar el racismo cómo tema a debatir en Colombia es sumamente difícil por diferentes motivos, que van desde la alienación, pasan por la creencia popular de que todos somos “mestizos”, por lo tanto, no puede existir racismo y termina en la que es, quizá, la postura más ruin de todas: la que habla de una victimización aparentemente injustificada por parte de comunidades y grupos sociales que han sufrido los horrores de estas violencias racistas. No quiero dejar de mencionar que nuestra herencia colonial (y en general, la del mundo) es un factor determinante en este debate. Los negros y las negras llegaron a este territorio bajo el yugo expansionista europeo, y aun cuando desde Haití se ayudó a construir el proyecto independista de lo que hoy conocemos como Colombia, no fue suficiente esto para que en la incipiente república no se prohibiera la esclavitud solo hasta la década de 1850. Es decir, treinta años después de que Bolívar, su ejército (que era conformado también por indígenas) y con la ayuda de los haitianos, lograran su objetivo de “liberar” a la patria. Claro, la patria de los blancos.

Basta con echarle un vistazo a las últimas décadas de la historia de nuestro país para identificar los códigos colonialistas que, reconfigurados en unas prácticas racistas y clasistas, todavía hoy rigen a las familias poderosas de tradición política y económica del país, y de cómo ciertos relatos construidos como historia única por parte de estas, afectan profundamente nuestro equilibrio social. Llegan como chispazos los recuerdos de que existe una portada de una revista española, en la que mujeres blancas y poderosas de Cali, aparecen posando con mujeres negras vestidas de “criadas” de fondo. O un vídeo de nuestra virreina universal haciendo apología a la esclavitud cuando en el bautismo católico de su hija, contrató personas afrodescendientes para que bailaran alrededor de ella. No faltará quien diga que promuevo el odio de clases o el odio racial sólo por señalar que existe una deuda histórica con las comunidades marginadas que han padecido la condena de ser considerados inferiores. Una deuda histórica que no tiene cómo ser saldada, porque los cientos de años de sufrimiento no se pueden resarcir, pero al menos nos brinda la oportunidad de pensar en un futuro diferente en el que todos quepamos desde la dignidad de estar vivos.

Aunque quisiera extenderme más en esta reflexión, con prudencia elijo guardar silencio ahora mismo, porque no es mi objetivo tratar de abarcar un fenómeno tan complejo en un breve artículo de opinión. Más no quisiera finalizar sin hacer mención a la tragedia acontecida hace unos días en el Putumayo, donde una comunidad civil, empobrecida y marginada, quedó atravesada entre el fuego del Ejército Nacional y supuestas disidencias. “Supuestas” porque, a pesar de que hicieron pasar a estas víctimas como positivos en combate, medios independientes y la comunidad misma han confirmado que eran civiles que estaban compartiendo en un bazar comunitario, del que se tiene pruebas hubo invitación formal. Hasta el momento se sabe de la historia de un joven estudiante de 16 años y una mujer embarazada que fueron asesinados, pero también de la historia de “heroísmo” que defiende con cinismo el nefasto Ministro Molano. Es imposible no hablar de conflicto armado y narcotráfico sin mencionar la cantidad de masacres que grupos étnicos y racializados han tenido que afrontar durante décadas, y de cómo sus historias de dolor se diluyen en la indiferencia de una sociedad que poco o nada se cuestiona la herencia del relato colonialista que llevamos como lastre.

Redactado por: Juliana Noreña

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